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"Todos los santos"

Traducción bíblica utilizada: NBLA


"Le ruego que Él les conceda a ustedes... [que] sean capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad..." (Ef. 3:16-18)


Existen dos maneras en las que podemos caer en el sectarismo. La primera es adoptar una plataforma explícitamente sectaria al asociarnos con creyentes cuyo vínculo es, según ellos mismos afirman, un acuerdo común sobre puntos doctrinales o de gobierno eclesiástico. La segunda ocurre cuando, aun profesando seguir los principios de la Iglesia de Dios, nos volvemos sectarios en espíritu al limitar nuestros pensamientos, intereses y afectos solo a aquellos con quienes nos encontramos en comunión. En ambos casos, perdemos completamente de vista el pensamiento de Dios. Algunos ejemplos de las Escrituras nos ayudarán a entender y confirmar esta verdad.


Después del regreso del remanente desde Babilonia, y tras un largo periodo de negligencia e infidelidad, el pueblo volvió a prosperar en la edificación de la casa de Dios “según la profecía del profeta Hageo y de Zacarías, hijo de Iddo”. Entonces “los israelitas, los sacerdotes, los levitas y los demás desterrados” se reunieron, y celebraron con júbilo la dedicación de esta casa de Dios” (Esd. 6:14–16).


Sin embargo, estos “israelitasno representaban a toda la nación: eran un pequeño y débil remanente, formado principalmente por miembros de las tribus de Judá y Benjamín, junto con sacerdotes y levitas. En ese momento, podrían haberse sentido tentados a excluir a sus hermanos que no habían respondido al edicto de Ciro ni se habían unido a ellos en el regreso a la tierra de sus padres. Estos últimos habían preferido permanecer en Babilonia —aunque como cautivos—, eligiendo la comodidad en lugar de enfrentar las aflicciones y peligros del camino, como lo habían hecho aquellos “cuyo espíritu Dios había movido” (Esd. 1:5) para el viaje de regreso y para habitar en una tierra dominada por sus enemigos.


El remanente podría haber juzgado severamente: «¿No han perdido estos su lugar y su derecho dentro del pueblo de Dios?» Sin embargo, este remanente, pobre y débil como era —e independientemente de cuál fuera su condición—, discernía cuál era el pensamiento de Dios. Y, en consecuencia, lo demostró en la dedicación del templo: entre los sacrificios ofrecidos aquel día, presentaron “como ofrenda por el pecado por todo Israel, doce machos cabríos, conforme al número de las tribus de Israel” (Esd. 6:17).


El corazón de Dios abrazaba a todos los hijos de Israel, pues no los había elegido por sus méritos, sino por Su amor y Su fidelidad al juramento hecho a sus padres (véase Dt. 7:7-8). Por lo tanto, ellos seguían siendo su pueblo, independientemente de su infidelidad y del lugar en el que se encontraban dispersos. De esta forma, en verdadera comunión con el corazón de Dios, todo Israel estuvo representado en la ofrenda por el pecado de ese día. Si hubiera sido diferente, si estos hijos del cautiverio hubieran olvidado a sus hermanos y pensado que solo ellos eran objeto de los pensamientos y consejos de Dios, no habrían sido más que una secta, aunque su posición demostrara, en cierta medida, obediencia y fidelidad. Como se ha dicho con frecuencia, aunque los pies deban caminar por un sendero estrecho, el corazón nunca debe contraerse.


Pasamos ahora a otra escena significativa, esta vez en los días de Elías. Fue uno de los momentos más oscuros de la historia de Israel, anterior incluso al que ya hemos considerado. Bajo el reinado de Acab —quien permitió que su esposa Jezabel enseñara y sedujera a los siervos de Dios para cometer fornicación y ofrecer sacrificios a los ídolos (véase Ap. 2:20)—, Israel había caído en plena apostasía. Aunque aún quedaban siete mil que no habían doblado sus rodillas ante Baal, solo uno, Elías, permanecía como testigo público de la verdad de Dios.


Con la energía del Espíritu de Dios, Elías se enfrentó a los profetas de Baal y a todo el sistema idólatra de la nación. Los desafió a demostrar el poder de su dios. Desde la mañana hasta la tarde, estos profetas ofrecieron sacrificios, clamaron con voces altas, y, según su costumbre pagana, se hirieron con cuchillos y lanzas hasta derramar su propia sangre. “No hubo voz, ni nadie respondió ni nadie hizo caso” (1 R. 18:29).


Entonces llegó el turno de Elías. Estaba solo —conviene subrayarlo—, solo en cuanto al testimonio público. Lo rodeaban tanto los indecisos, vacilando entre dos opiniones, como los apóstatas declarados. Su primer acto fue significativo: reparó el altar del SEÑOR que había sido derribado. Porque el estado del altar reflejaba el estado espiritual del pueblo.


Y notemos con atención lo que hizo: “Elías tomó doce piedras conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, a quien había venido la palabra del SEÑOR, diciendo: Israel será tu nombre. Con las piedras edificó un altar en el nombre del SEÑOR” (1 R. 18:31–32).


En aquel momento crítico, cuando Elías enfrentaba la más profunda oscuridad espiritual de Israel, hubiera sido fácil caer en la desesperación —algo que de hecho le sucedió más tarde. Pero en ese instante crucial, mientras se enfrentaba al enemigo y era sostenido por el poder del Espíritu Santo, Elías fue capaz de descansar en Dios y en Su fidelidad, reconociendo en su corazón y en su fe a las doce tribus de Israel.


El hombre de fe no renuncia a lo que Dios no ha renunciado. Aunque haya rebelión, división o apostasía, el siervo fiel seguirá reconociendo a todo el pueblo de Dios. Se mueve dentro del círculo de los pensamientos de Dios y, si por algún motivo se encerrara en uno más estrecho, aunque fuese a regañadientes, su experiencia se volvería sectaria.


Y es importante añadir esto: no hay lugar para el desaliento, ni siquiera en tiempos de gran confusión y alejamiento de la verdad, mientras permanezcamos en comunión con el corazón de Dios respecto a todo su pueblo. Su triste condición, lejos de llevarnos al abatimiento, se convertirá en motivo de continuo ministerio en su favor, ya sea en el trabajo, en la oración o en ambos.


Tomemos otro ejemplo. Cuando Pablo compareció ante Agripa y habló en su favor, dijo: “Ahora soy sometido a juicio por la esperanza de la promesa hecha por Dios a nuestros padres: que nuestras doce tribus esperan alcanzar al servir fielmente a Dios noche y día” (Hch. 26:6–7).


Al considerar el estado real de las doce tribus en ese momento, ¡cuán distinto era lo que podía verse! Diez tribus estaban perdidas; y las dos que habían regresado de Babilonia no solo habían rechazado a su Mesías, sino que ahora también buscaban dar muerte a su siervo, Pablo. Sin embargo, la fe los considera a todos. La fe no ve según la apariencia exterior, sino que entra en los pensamientos de Dios y los reconoce a todos como sirviendo a Dios noche y día, aguardando el cumplimiento de la promesa hecha a los padres.


Así también, en el desierto, cualquiera que fuera el estado moral del campamento, siempre había doce panes sobre la mesa de oro, dispuestos en su orden y belleza, y cubiertos de incienso delante del SEÑOR en el lugar santo (véase Lv. 24). Así es como la fe entra en los pensamientos y propósitos de Dios, y los ve tal como Él los ve.


Ahora veamos el pasaje bíblico que encabeza este artículo, donde se ilustra el mismo principio. Pablo ora para que los efesios, junto con todos los santos, comprendan las dimensiones del amor de Cristo —la anchura, la longitud, etc. Quizás podía haber un alejamiento de la verdad; todos los de Asia podrían haberlo abandonado; Demás podría haberlo desamparado amando más este mundo; los corintios podrían estar a punto de rechazar su autoridad apostólica; pero, a pesar de todo, Pablo no puede —pues está en comunión con el corazón de Dios— excluir a ningún santo de Dios en su oración. Él expresa sus deseos —engendrados y expresados en el poder del Espíritu Santo y derramados ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo en oración— por “todos los santos”. Dios mismo incluye en su corazón amoroso a todos sus hijos, deseando que estos crezcan y progresen —por medio de Su perpetuo ministerio de ternura y gracia— y, por eso, el apóstol hace lo mismo.


La lección es clara: también nosotros debemos incluir a todos los santos en nuestros afectos y oraciones. En un tiempo como el presente, en el que hay tanta tentación hacia la estrechez, se vuelve aún más necesario aplicarlo. Pero hay que notar con cuidado: lo que se ensancha es el corazón, no el camino.


En esto, como en todo, Cristo es nuestro modelo. Si hemos de amarnos unos a otros como él nos ha amado (véase Jn. 15:12), también debemos “andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). ¡Que estas dos cosas se manifiesten cada vez más en nosotros, para la gloria del bendito nombre de nuestro Señor y Salvador!


Christian Friend, vol. 9, 1882, p. 309.


Traducido desde www.stempublishing.com

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