Traducción bíblica utilizada: NBLA
5. “Dilo a la Iglesia”
Llega un momento en que el mal es de tal naturaleza que el amor mismo y la fidelidad al Señor nos obligan a llamar la atención de los santos sobre aquello que ya no responde al trato privado. "Dilo a la iglesia" (Mt. 18:17). La conducta del hermano queda ahora expuesta ante la iglesia, que por lo tanto debe ejercer los diversos grados de disciplina requeridos. Puede haber una evidente necesidad de corrección, pues la conducta del hermano es manifiestamente incorrecta. Sin embargo, aquí también la Escritura impone límites claros. "Puede darle cuarenta azotes, pero no más, no sea que le dé muchos más azotes que estos, y tu hermano quede degradado ante tus ojos" (Dt. 25:3).
Aquí tenemos un principio que, incluso bajo la Ley, protegía contra la severidad excesiva. ¡Cuánto más deberían aquellos que conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo moderar el castigo con misericordia!
La disciplina de la iglesia puede clasificarse en tres categorías principales: amonestación privada, reprensión pública y exclusión.
El espíritu general de la Escritura nos guía más que pasajes aislados. Si una persona debe señalar la falta a un hermano "a solas", para ganarlo si es posible, la iglesia debe mostrar el mismo espíritu en sus tratos. Esto está claramente implícito en las palabras que siguen al pasaje citado: "Si también rehúsa escuchar a la iglesia" (Mt. 18:17). En este punto, la actitud de la iglesia debe reflejar Gálatas 6:1: “Ustedes que son espirituales, restáurenlo en un espíritu de mansedumbre". De manera similar, el apóstol Pablo escribió: "Les exhortamos, hermanos, a que amonesten a los indisciplinados" (1 Ts. 5:14).
6. La amonestación privada
La amonestación privada está tan estrechamente ligada al trato personal que poco hay que añadir al respecto. Cuando la iglesia está convencida de que un hermano se ha expuesto a esto, encomienda a uno o dos de sus miembros –hombres sobrios y piadosos de peso espiritual– que se acerquen en privado al que ha obrado mal y lo amonesten en nombre de la iglesia. Le advertirían que su conducta ha comprometido el nombre y el testimonio del Señor, que ellos no pueden asociarse de ninguna manera con esto, y le instan a juzgarse a sí mismo y apartarse del mal. Los límites aquí son claros: no sería apropiado, por ejemplo, administrar esta reprensión en público, lo cual sería precipitado y revelaría que se desea evadir un asunto delicado. Por el contrario, se debe tener especial cuidado de que la intervención se limite a administrar la amonestación.
Es posible que algunas personas en la iglesia consideren que este trato privado es insuficiente. Podrían preferir una reprensión pública o incluso exigir la expulsión inmediata de la persona. Sin embargo, quienes se inclinan por estas medidas más severas deben recordar que no pueden ir más allá de la conciencia colectiva de la congregación. La insistencia de unos pocos en aplicar una disciplina extrema, cuando otros están convencidos de que se debería adoptar un enfoque más moderado, ha causado mucho daño en el pasado. Al igual que un buen cirujano se esfuerza por salvar una extremidad y solo recurre a la amputación como último recurso, debemos proceder con cautela y discernimiento en asuntos de disciplina eclesiástica.
7. Reprensión pública
Supongamos que la amonestación privada no ha logrado el fin deseado. El siguiente paso es la reprensión pública. El mal ha crecido tanto que nadie puede ignorarlo, y hay claros indicios de que empeorará. El amor ahora exige una acción radical. Para evitar que un hermano sufra la vergüenza y humillación de una prolongada separación de la comunión, debe enfrentar su error directamente. La reprensión pública se administra ante toda la iglesia. "A los que continúan en pecado, repréndelos en presencia de todos para que los demás tengan temor de pecar" (1 Ti. 5:20). Los creyentes, reunidos al nombre del Señor y conscientes de su santa presencia y gracia, se ven obligados a reprender al que ha obrado mal. Idealmente, quien administre esta reprensión debería ser conocido por su ternura y gentileza (véase Fil. 3:18). Hay límites naturales: no debe haber muestras de ira, resentimiento o un espíritu farisaico de justicia propia. La tristeza es apropiada, pues los santos reconocen que es su Señor, no ellos, quien ha sido herido en la casa de Sus amigos.
Se debe tener sumo cuidado al rastrear el curso del mal desde el principio. No se debe incurrir en exageraciones ni afirmar nada que no esté plenamente corroborado por los hechos. Estos deben presentarse de tal manera que quien ha obrado mal, en lugar de justificarse, solo pueda inclinarse en reconocimiento de la justicia de la reprensión administrada. Idealmente, el amonestado debería sentir que la reprensión fue incluso más leve de lo que merecía.
En relación con esto, mencionamos, con cierta aprensión, una práctica que se ha dado entre algunos del pueblo del Señor, conocida comúnmente como «pedir que una persona ‘se siente atrás’». Algunos, de hecho, han llegado a prescribir esto sin siquiera consultar a la iglesia, declarando que no partirían el pan si se permitiera a tal persona hacerlo. Esto, en realidad, es arrebatar la disciplina de las manos de la iglesia y administrarla de forma individual. El resultado inevitable es exponer a la iglesia a la acusación de ser gobernada por unos pocos, y posiblemente cerrar de manera efectiva la puerta a lo que, de otro modo, podría haber sido el comienzo de una restauración.
Conforme el caso se vuelve más desesperanzador, nuestro cuidado debe intensificarse. No afirmamos que no existan situaciones en las que la iglesia pueda considerar necesario ‘apartar’ a un hermano, pero estos casos son excepcionales. Suelen presentarse cuando hay una seria sospecha de que el mal es más profundo de lo que se conoce actualmente y está por revelarse. Por ejemplo, si se informa que un hermano está siguiendo un curso de pecado y este se presenta en una reunión para partir el pan, la iglesia podría pedirle que se abstenga de participar hasta que haya tiempo de examinar su caso. Huelga decir que este examen debe realizarse con la mayor celeridad. Sin embargo, desaprobamos convertir el acto de ‘sentarse atrás’ en un grado formal de disciplina.
8. La exclusión
Llegamos ahora al acto final de exclusión. Pedimos a nuestro lector que tenga en cuenta cuántas cosas han precedido antes de llegar a este punto. Tememos que muchos de nosotros hayamos fallado en este aspecto. Hemos descuidado tanto los pasos preliminares de cuidado fraternal y supervisión que el pecado público puede atribuirse, al menos en parte, a nuestra negligencia, así como al infractor. Por supuesto, cuando el mal se ha manifestado de tal manera que no puede ser tolerado, como se describe en el capítulo 5 de 1 Corintios, solo queda un camino: "Expulsen al malvado de entre ustedes" (1 Co. 5:13). Sin embargo, la razón para llevar a cabo tal medida debe ser clara. No debe haber lugar para sospechas de animosidad personal ni insinuaciones de que un ‘grupo’ en la iglesia ha logrado imponer su voluntad.
El mal que amerita exclusión debe ser tan evidente que no genere dudas sobre la severidad de la medida. Si la conciencia colectiva de los creyentes no reconoce una conducta como perversa, quienes buscan imponer tal disciplina deberían preguntarse si tal rumbo de acción es el correcto o no. ¿No es esta una de las salvaguardas que el amor divino ha provisto, por la cual el pueblo de Dios tiene derecho a recibir consejo y orientación de sus hermanos? Podríamos ahondar mucho más en este punto, pero confiamos en que no es necesario decir más en este artículo acerca del tema.
A una persona considerada perversa y que, por consiguiente, es excluida, no solo se le niega el derecho a partir el pan, sino que los creyentes deben separarse de su compañía. Sin embargo, incluso aquí hay ciertos límites en la disciplina que podemos sugerir. Cuando el infractor es miembro de un hogar cristiano –esposo o hermano, por ejemplo– sería erróneo aplicar literalmente la instrucción: "Con esa persona, ni siquiera coman" (v. 11). Una esposa no debería negarse a sentarse a la mesa con su esposo excluido, pues al hacerlo ignoraría sus responsabilidades conyugales. Ella manifiesta su rechazo a la comunión de otras maneras. Sería mera persecución insistir en que no debería continuar realizando sus deberes domésticos habituales.
Cabe mencionar que, cuando una persona ha sido excluida de la comunión, es aconsejable mantener contacto ocasional con ella, con la esperanza de que Dios esté obrando en su alma. Esto se debe a que incluso la exclusión tiene como objetivo final la restauración.
El aspecto colectivo de la disciplina
En relación con este tema, añadimos una observación sobre los aspectos colectivos de la disciplina. La verdad de la unidad del cuerpo, y el esfuerzo por mantener la unidad del Espíritu, exigen que toda verdadera disciplina ejercida por una asamblea sea aceptada y aplicada por las demás. No hacerlo sería una muestra evidente de independencia. Esto subraya la importancia de que la disciplina sea, como hemos señalado, de carácter apropiado y bíblico.
Como se ha mencionado, si la disciplina ha sido tan extrema que no encuentra respaldo en la conciencia de los creyentes en otras localidades, la congregación local debería cuestionarse si ha cometido un error. En tal caso, convendría invitar a la comunión y al examen de sus hermanos de otras localidades que puedan tener inquietudes sobre lo acontecido. Si estamos seguros de haber actuado en nombre del Señor, podemos confiar en que nuestros hermanos –en cuya integridad espiritual creemos– llegarán a la misma conclusión que nosotros al conocer los hechos. Además, con esa humildad que acompaña a la verdadera confianza, buscaremos consejo adicional y la comunión de aquellos que están igualmente comprometidos con nuestro acto de disciplina.
¡Ay! ¡Cuántas divisiones han surgido en el pasado debido a no reconocer este principio! Se han impuesto medidas disciplinarias extremas al pueblo de Dios de tal manera que no se les ha permitido cuestionar la justicia de estas acciones. En su lugar, se han visto forzados a acatarlas o a abandonar la comunión con la asamblea que ha ejercido la disciplina.
No es necesario entrar en más detalles aquí, pues nuestros corazones ya están afligidos al meditar en nuestros fracasos en este aspecto. Nos limitaremos a preguntar: ¿No existe aún una solución? ¿No podemos, al menos parcialmente, rectificar nuestros pasos? Y si reconocemos que se ha aplicado una severidad excesiva en la acción disciplinaria, ¿no deberíamos, con temor de Dios y absoluta sinceridad, admitirlo y corregirlo en la medida de lo posible?
Conclusión
Hemos examinado este crucial tema en cierta medida. Para concluir, exhortémonos mutuamente en todos sus aspectos. Que surja un despertar entre los santos, un verdadero avivamiento de la gracia en nuestros corazones. Que este avivamiento, mientras busca implementar toda disciplina apropiada, vigile cuidadosamente los límites que la Palabra de Dios establece en cada etapa. Y que nos protejamos de los peligros que hemos señalado.
Traducido de www.stempublishing.com
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