Traducción bíblica utilizada: NBLA
Hace aproximadamente 100 años atrás (el autor escribió esto en el año 1934), el Señor obró poderosamente en Plymouth, Inglaterra, extendiéndose desde allí a prácticamente toda la tierra. Fue una época extraordinaria para esa ciudad. No había hogar –ni siquiera en los barrios más acaudalados– donde al menos un miembro de la familia no se reuniera con los llamados ‘hermanos’. El teatro local cerró sus puertas y permaneció así durante tres años debido al deseo generalizado de vivir separados del mundo. Impulsados por la compasión, estos creyentes se esforzaron en todo lo que pudiera fomentar el bienestar espiritual de las personas. Sorprendentemente, el dueño del teatro, a pesar de sufrir una considerable pérdida de ingresos, no se amargó. Por el contrario, se convirtió y comenzó a reunirse con los ‘hermanos’ para participar en la Cena del Señor.
Se construyeron grandes salones de reuniones donde cientos de personas se reunían. Multitudes se congregaban para escuchar el evangelio y ser instruidas en los principios de la verdad de Dios. Hoy la situación en esta ciudad es muy distinta. No pretendemos analizar cómo se llegó a este punto ni buscamos hallar un camino hacia la restauración. Nuestro objetivo es llamar la atención del pequeño rebaño de creyentes fieles que aún permanecen allí –y en muchas otras asambleas debilitadas en nuestro país y en el mundo entero– sobre una actitud que era común entonces y que produjo efectos tan positivos: ¡Ellos estaban «impulsados por la compasión»!
La condición de la iglesia en Inglaterra parecía irremediablemente incorregible en aquellos días. Los líderes se oponían a la obra del Señor y descuidaban a las ovejas. Sin embargo, esto se convirtió en el catalizador para que nuestros hermanos se dedicaran de todo corazón a las multitudes que –inconscientemente– anhelaban ser guiadas y alimentadas. Confiaban en el Señor; aunque eran plenamente conscientes de su propia debilidad, esto no les impedía realizar la obra. Un espíritu de amor fraternal prevalecía entre ellos. Nadie buscaba ser el primero; más bien, cada uno estimaba al otro como superior a sí mismo (véase Fil. 2:3). El amor servicial los caracterizaba hasta en el más mínimo detalle. Se dirigían al Señor, buscaban su ayuda y trabajaban codo a codo en la obra entre creyentes e incrédulos.
En Apocalipsis 3, en la carta a Filadelfia (que significa ‘amor fraternal’), leemos acerca de poca fuerza, pero también de gran fidelidad. Esta fidelidad se manifestó en que guardaron la Palabra del Señor y no negaron su Nombre. Debido a estas dos características –debilidad y fidelidad– el Señor se presentó a ellos como “el Santo” y “el Verdadero”, quien les había dado “una puerta abierta” que “nadie puede cerrar” (Ap. 3:8).
Los hermanos mencionados anteriormente estaban dotados con el espíritu de Filadelfia. Eran plenamente conscientes de su debilidad, pero sentían una profunda responsabilidad de sujetarse con firmeza a la Palabra y al nombre del Señor. Hallaron la fuerza necesaria en Aquel que es santo y verdadero. Al separarse de los falsos maestros, los incrédulos y el espíritu mundano (incluyendo el mundo cristiano, que tiene apariencia de piedad, pero que niega la eficacia de ella), el Maestro pudo prepararlos y utilizarlos para toda buena obra (véase 2 Ti. 2:16-3:5). Cristo era el centro de sus corazones. Daban testimonio de él tanto a pecadores como a hijos de Dios, alentándolos a convertirse en verdaderos seguidores de Jesús.
Abundando siempre en la obra del Señor y convencidos de que su trabajo no era en vano en Él (1 Co. 15:58), predicaban el evangelio por doquier y difundían la verdad mediante la palabra hablada y escrita. Sabían que esto era bueno y agradable ante Dios nuestro Salvador, quien desea que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad (véase 1 Ti. 2:3, 4). Compartían sus bienes con otros: las personas más capacitadas y acaudaladas ponían a disposición todo lo que tenían –su conocimiento y sus posesiones– para la obra del Señor. Conscientes del terror del Señor –el terrible juicio venidero–, persuadían a los hombres a huir de la ira venidera. Impulsados por la compasión y constreñidos por el amor de Cristo, predicaban a Aquel que “por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:11-15). Lamentablemente, con el transcurso del tiempo, su amor se enfrió. Lo que una vez se había desarrollado espontáneamente bajo la poderosa obra del Espíritu se convirtió, para muchos, en una mera formalidad exterior. Así que, no solo lamentamos la ruina de la iglesia en su conjunto, sino también el declive del testimonio que Dios, en su providencia, había otorgado a la iglesia en los últimos días.
¿Qué debemos hacer ahora?
En primer lugar, debemos reconocer con humillación que nuestra infidelidad ha causado grandes pérdidas. En segundo lugar, debemos pedir a Dios en oración que nos de la actitud de corazón adecuada hacia las multitudes: que seamos impulsados por la compasión.
Aquellos hermanos que inicialmente se separaron con la sencillez de un niño para ser un testimonio ante el Señor, posteriormente se volvieron orgullosos. Esto sucedió cuando desarrollaron la idea de que estaban llamados únicamente a dar testimonio de verdades específicas, dejando la predicación del evangelio a otros cristianos.
Sin embargo, Pablo, quien tenía un llamado especial como administrador de Dios en relación con la verdad de la iglesia, ¿no afirmó también ser un ministro (siervo) del evangelio (véase Col. 1:23-25)? ¿Y no demostró –a lo largo de toda su vida cristiana– que, además de su celo por enseñar la verdad, tenía una pasión por la salvación de las almas? Dirigió incansablemente a judíos y gentiles hacia Cristo. Poco antes de su partida, le dijo a Timoteo, a quien había animado a guardar el depósito de la verdad que se le había confiado (véase 1 Ti. 6:20): “Haz obra de evangelista” (2 Ti. 4:5).
¿Qué leemos acerca del Señor Jesús? Tras el rechazo inicial de los líderes de Israel, él recorría “todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt. 9:35). Vio a las multitudes en su miseria y privación: estaban cansadas y agobiadas, dispersas por falta de pastor. Impulsado por la compasión, no escatimó esfuerzos; atendió tanto a las ciudades bulliciosas como a las aldeas tranquilas, enseñando en los lugares religiosos oficiales. Predicaba el evangelio del reino a todos los que quisieran escucharlo –en grupos o individualmente, en casas y en las calles– y también sanaba sus cuerpos. Incluso alentó a sus discípulos –aunque él mismo sería quien enviaría obreros– a rogar al “Señor de la mies, que envíe obreros a su mies”, pues “los obreros son pocos” (Mt. 9:35-38). Aunque los líderes estuvieran equivocados y fueran insensibles, el trabajo entre las multitudes –incluyendo el de Juan el Bautista– no fue en vano. Muchos corazones estaban listos para la cosecha. ¡Cuánto debe haber alegrado esto el corazón del Señor!
Tomemos nota: este es el ejemplo para cada época, incluida la nuestra. ¡Y no solo para unos pocos, sino para todos nosotros! Los días pueden ser malos y la confusión espiritual puede aumentar, pero siempre hay esperanza. La promesa para la iglesia, especialmente en nuestros días, es: “He aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta” (Ap. 3:8). El poder del cristianismo del primer siglo ya no está presente, pero Jesús permanece –y él es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (He. 13:8). Todo perecerá, pero él permanece (véase He. 1:11, 12). Sí, aun hoy, él es el Santo y Verdadero, que abre y nadie puede cerrar. Si tan solo tuviéramos conciencia de nuestra debilidad. Si tan solo fuéramos más fieles. Si tan solo camináramos en amor fraternal.
El Señor Jesús fue impulsado por la compasión cuando vio a los muchos enfermos y afligidos en Israel (véase Mt. 14:14, 20:34).
Se conmovió cuando la multitud no tenía nada para comer después de haber estado tres días con él (véase Mt. 15:32). Pero, sobre todo, se conmovió cuando vio el triste estado espiritual en el que se encontraba Israel. ¿No deberíamos seguir el ejemplo de nuestro Maestro en esto?
Podemos hacerlo teniendo en cuenta la gran cosecha y observando que hay pocos obreros para recogerla. ¿No deberíamos trabajar con urgencia cuando la cosecha está lista? ¿No se levantan las personas temprano en tiempo de cosecha, trabajan arduamente todo el día y anhelan más ayuda? Así como en los días en que el Señor estuvo aquí, hoy los campos están blancos para la siega. Se ha arado y sembrado con celo durante años. Pero ¿dónde están los que recogerán la cosecha? ¿No han partido a la presencia del Señor muchos obreros? ¡Y cuán pocos hoy sienten su responsabilidad hacia la mies! No podemos ordenar ni enviar obreros, pero sí podemos orar y suplicar por más y nuevos obreros. Pidamos al Señor de la mies, con urgencia y persistencia, que envíe a las personas adecuadas para la cosecha (véase Mt. 9:37-38).
También podemos seguir al Maestro yendo a trabajar en la mies cuando él nos lo pide. ¿Por qué tan pocos creyentes jóvenes se ofrecen para el trabajo misionero? ¿No dijo el Salvador mismo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mr. 16:15)? ¡Y Él mismo trabaja con ellos, Aquel que tiene toda potestad en el cielo y en la tierra (véase Mr. 16:20; Mt. 28:18)! El Señor usa tanto a ancianos como a jóvenes, ¡pero demanda la fuerza de la juventud! Quiere que se dediquen de por vida a él en su servicio. ¿Quién responderá diciendo: «Aquí estoy, listo para ayudar»?
Oh, hay tantas razones que pueden impedir que alguien vaya. ¿De qué viviremos? Sin embargo, el obrero es digno de su alimento y salario; el Maestro proveerá. ¿De dónde obtendremos la sabiduría necesaria para vivir entre las personas como ovejas en medio de lobos? Pero ¿no es el Espíritu del Padre quien habla a través de nosotros? Además, no debemos temer “a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (véase Mt. 10:1-32).
¡Examinémonos diligentemente y preguntémonos si el Señor tiene un llamado para nosotros! Pidamos consejo a hermanos de confianza, y cuando las cosas estén –o se vuelvan– claras, entonces, con fe, sacrifiquemos todo para servir a Aquel que lo sacrificó todo por nosotros. El Señor aclarará las cosas en respuesta a la oración sincera, incluso cuando quizás deba decirnos que debemos esperar un tiempo.
Finalmente, podemos seguir a nuestro Maestro, sin importar quiénes seamos, extendiendo nuestras manos en nuestra propia área y testificando de lo que poseemos en él. ¿Hablamos de Jesús con nuestros vecinos? ¿Damos testimonio de él en el lugar de trabajo? ¿Participamos en la obra evangelística entre jóvenes y adultos? ¿Distribuimos tratados y otros materiales evangelísticos? ¿Somos diligentes en la distribución de la Biblia?
Los incrédulos no solo se perderán por la eternidad, sino que en esta vida carecen de guía y verdadera felicidad porque no tienen pastor. ¡Y Jesús desea ser su Líder! ¡Qué maravilloso Pastor es él para nosotros! Nos guía con ternura hacia buenos pastos, alimenta a su rebaño y restaura el alma. Él es nuestra vara y nuestro cayado. No solo alimentará a su rebaño y los guiará a las fuentes de aguas vivas en un día futuro, sino que lo hace también en la actualidad. Ya sea que estemos solos o juntos como rebaño, ¡Él es nuestro buen Pastor, gran Pastor y el Príncipe de los pastores! ¿No anhelamos llevar a otros a una relación viva con este Pastor?
Además, cuando nos encontramos con otros cristianos, ¿compartimos las gloriosas verdades que se han vuelto preciosas para nosotros? Sin duda que es bueno buscar un terreno en común cuando nos encontramos con otros cristianos, ¡pero esto no implica que debamos callar acerca de lo que hemos llegado a poseer en nuestra experiencia cristiana! Claramente, no deberíamos insistir siempre en los mismos temas, especialmente si pueden generar conflictos. Sin embargo, debemos testificar con amor sobre los tesoros que hemos descubierto en las Escrituras. Muchos creyentes no conocen las riquezas que nosotros –por gracia– hemos aprendido y disfrutamos. En el pasado, existía un gran fervor –acompañado de la oración– por difundir literatura sobre los principios de reunión, la profecía y la Biblia entre quienes tenían perspectivas diferentes. Los comentarios se leían con amor, resultaban en bendición y se recomendaban a otros. ¿Cómo es la situación hoy en día?
Jóvenes, ¡que el retorno a lo que es bueno y necesario comience con ustedes! Ciñan sus lomos para que puedan estar “firmes y constantes” en la verdad. No dejen pasar una ocasión para testificar a los pecadores acerca de la salvación en Cristo, ni para hablar a sus hermanos en la fe acerca de las verdades que han aprendido por gracia. Regocíjense en estas verdades y, a través de ellas, honren al Señor (véase 1 Co. 15:58).
Sin embargo, no deberían estar motivados por principios legalistas. Esto causaría más mal que bien. En cambio, deberían acercarse a las multitudes con el corazón de Cristo, siendo conscientes de las necesidades actuales. Si observan a las multitudes con esta actitud, serán impulsados por la compasión. Esta compasión los impulsará a perseverar en la oración y a trabajar incansablemente. Si somos conscientes de la bendición que disfrutamos y tenemos compasión por aquellos que se la pierden, el amor se convertirá en la fuerza motriz de nuestras acciones. Diremos a otros: «¡Vengan y vean!» Tomaremos a las personas de la mano y las guiaremos a la fuente de bendición. No seremos duros, irritantes o de mente estrecha, sino que nos entristecerá que otros se pierdan la felicidad que disfrutamos, y su bienestar estará en nuestro corazón.
Con frecuencia hemos tenido los ojos cerrados. En mi niñez, mi padre solía decir: «¡Debemos ir por la vida con los ojos abiertos!» Esta frase me ha enseñado mucho y a menudo he meditado en ella. Observar nuestro entorno –la miseria, la necesidad, la gran cosecha y la escasez de obreros– nos impulsa hacia Dios y hacia nuestros semejantes.
“Al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas” (Mt. 9:36).
Traducido del libro "One is your Master, even Christ" – The Bereans. Artículo original publicado en la revista "Bode des Heils" (Mensajero de Salvación), año 1934.
Comentarios