top of page

La grandeza del Hijo

W. H. Westcott

en quien Dios ha hablado.


Traducción bíblica utilizada: NBLA


Hebreos 1:1-4: "Dios, habiendo hablado hace mucho tiempo, en muchas ocasiones y de muchas maneras a los padres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por medio de quien hizo también el universo. Él es el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de su poder. Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, el Hijo se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, siendo mucho mejor que los ángeles, por cuanto ha heredado un nombre más excelente que ellos"


La Epístola a los Hebreos parece haber sido escrita ante la inminente caída de Jerusalén y la remoción de la forma de religión establecida por Jehová cuando liberó al pueblo de Israel de Egipto.

Los lugares santos hechos por manos humanas –el altar, los sacrificios, el sacerdocio, el mismo pacto al que estas cosas estaban ligadas, y la Ley que prefiguraba los bienes venideros– estaban llegando a su fin.


En lugar de este sistema de elementos materiales, consagrado por siglos de tradición, los creyentes hebreos fueron llamados a comprender la bendición y la gloria de la Persona de Cristo, quien es el Antitipo de todas estas cosas.


En contraste con la religión establecida de la época, con su templo majestuoso, su jerarquía sacerdotal, sus impresionantes rituales y la encantadora melodía instrumental y coral, ellos se encontraban en una situación muy diferente, pues eran marginados, maltratados, difamados, empobrecidos y despreciados. Bien podían preguntarse: «Con Cristo, ¿somos perdedores?»


Esta Epístola es la respuesta. Habían cambiado lo pasajero por lo eterno. Las atracciones para la vista y los sentidos fueron reemplazadas por las benditas realidades que solo la fe puede apreciar en esta dispensación. Los tipos fueron sustituidos por el Antitipo. El crepúsculo de los días antiguos dio paso a la luz del día. Las comunicaciones parciales de Dios a través de los profetas de tiempos pasados fueron superadas por la revelación completa de la comunicación de Dios en el Hijo.


El propósito principal de gran parte de lo escrito en esta Epístola es exponer la grandeza de la Persona de Cristo. También se nos muestra la grandeza de la presencia de Dios tal como ahora se revela a los creyentes, y la grandeza del privilegio cristiano, ya sea dentro del velo, entre los cristianos, o fuera del campamento. Pero consideremos lo primero tal como se nos presenta en los cuatro versículos iniciales del primer capítulo.


El Hijo

Evidentemente, el Espíritu Santo busca enfatizar la divinidad del Mesías judío, contrastándolo con los profetas que, aunque fueron inspirados divinamente, eran solo hombres. Esta distinción es fundamental, pues solo una Persona divina era el medio adecuado para que Dios hablara adecuadamente para revelarse a sí mismo. Cuando llegó el momento de dejar de lado las revelaciones parciales y manifestar plenamente todo lo que él es, Dios habló en Aquel que es Hijo.


Ningún otro era competente para tal tarea –ningún profeta entre los seres terrenales, ni ningún ángel entre los seres celestiales, podían revelar todo lo que hay en el corazón de Dios, expresar todo su carácter o establecer los propósitos y las promesas de Dios. El Hijo fue el lenguaje en el que Dios habló. No es que Dios hablara simplemente a través del Hijo, como lo hizo con los profetas; más bien, habló en (el) Hijo. Él fue el intérprete de Dios.


Creer que alguien de menor gloria que el Hijo podría cumplir este papel es no conocer a Dios. Solo Aquel que es Dios puede ser, en el sentido más adecuado, el intérprete de Dios mismo


Su séptuple gloria

En apenas dos o tres versículos, el escritor, inspirado por el Espíritu Santo, expresa siete de Sus glorias. Estas acercan la majestad divina a la pequeñez humana y la pureza del trono al pecado de la criatura para su remoción. Desde el mundo presente y sus problemas, miran hacia el restablecimiento de todas las cosas en Cristo. Guían al lector, instruido por el Espíritu de Dios, hacia la santa luz de todo lo que Dios es, para que su ser entero se ajuste a la voluntad de Dios bajo el dominio de esa gloriosa Persona que le ha revelado a Dios.


Por un breve periodo de tiempo, el creyente es dejado en esta tierra para recorrer el camino de la fe, conociendo un Objeto de amor y adoración tan glorioso y atractivo que ningún sufrimiento puede disuadirlo, ningún interés material desviarlo, ni seducción alguna alejarlo. Ha visto una luz que sobrepasa el resplandor del sol. No encuentra objeto ni gozo comparable a Cristo y la comunión con él. Su alma responde a Dios con humildad y reverencia, se estremece de felicidad en su presencia, anhela estar cerca de él y estudiar el lenguaje en el que ha hablado, pues ha hablado en el Hijo.


El nacimiento, la vida, el ministerio, las obras, los sufrimientos, la muerte y la resurrección del Hijo de Dios constituyen todo su lenguaje, pues interpretan a su corazón quién es Dios.


Heredero de todas las cosas.

Después de presentar su gloria como Hijo, la primera seguridad que se nos da a nuestra fe es la siguiente: Dios lo ha designado heredero de todas las cosas. Se hizo pobre por nosotros y, en lugar de ser aceptado por Israel, fue cortado y no tuvo nada (véase Dn. 9:26). Sin embargo, su rechazo sirvió para cumplir la voluntad de Dios, permitiéndole expiar el pecado y revelar el amor divino. Ahora que ha resucitado, está decretado que todas las cosas vendrán a sus manos. Los cielos y la tierra han sido legados a Cristo, el Hijo. Dios se deleitará al ver a su Amado en posesión de todas las cosas.


En medio de la confusión actual y la ceguera provocada por el poder maligno de Satanás, los hombres se afanan por apoderarse de la tierra. Las naciones conspiran una contra otra en busca del máximo poder en tierra y mar; empresas compiten por riqueza e influencia; individuos luchan por reconocimiento y comodidad. Multitudes son arrastradas por la búsqueda de placer, fama, riquezas, honor y poder, pero solo para sí mismos y nunca para Dios. La idea de la intervención de un Ser Supremo es rechazada; el hombre aspira a evolucionar por sí mismo y lograr su propia redención. Cada vez hay menos tiempo para detenerse y reflexionar; las multitudes son dominadas por una prisa febril por enriquecerse, un ansia desmedida por el conocimiento y la investigación, y una carrera desenfrenada por el deporte y el placer.


Sin embargo, el creyente puede mirar hacia adelante. Y allí, a través del futuro, escrita claramente y en mayúsculas, está la esperanza de nuestros corazones: CRISTO, HEREDERO DE TODAS LAS COSAS. Todo volverá a Cristo (véase Ap. 5:12).


  • El poder, que ha sido pervertido para los fines propios del hombre, vendrá a las manos de Cristo para la ejecución de la voluntad de Dios.

  • Las riquezas, que han sido abusadas por el hombre para el fomento de planes impíos y deseos carnales, vendrán a las manos de Cristo para el servicio de Dios. Todos los millones de los millonarios, toda la riqueza de las minas, todos los recursos de la tierra, vendrán a Cristo para ser administrados por él de acuerdo con la voluntad de Dios.

  • La sabiduría estará a su disposición. Todas las fuerzas de la educación, aunque cada vez más pervertidas de su correcto uso en la actualidad; todo el verdadero conocimiento científico; todos los estudios de la materia y la fuerza; todo el conocimiento que los hombres esperan obtener; todo esto repentinamente quedará bajo el control de Cristo, y él no dejará de heredarlo y usarlo todo para la gloria de Dios.

  • La fortaleza, utilizada extensamente para aplastar al débil, será suya.

  • El honor, dado ampliamente de parte del hombre a otros hombres, Dios se lo dará a Cristo.

  • La gloria, solo manchada por la corrupción y la lujuria de la criatura caída, se centrará correctamente en la persona del Cordero que ha sido inmolado.

  • La bendición (VM), que se ha perdido al ser puesta en manos del primer Adán o a cualquiera de su raza, será puesta en las manos del segundo Hombre, el postrer Adán, donde nunca, nunca fallará.


El futuro está todo lleno de Cristo, nada más que de Cristo. Él desbancará a todos y todos estarán subordinados a Él.


Hacedor del universo

Al mirar hacia la eternidad pasada, así como hemos mirado hacia adelante, vemos la gloria del Hijo resplandeciente y eterna. Las personas de la Deidad eran distinguibles en las edades previas a la existencia del tiempo. "Por medio de quien hizo también el universo". Esto nos enseña claramente que en la gloria divina, antes de todo tiempo, el Hijo era distinguible como Hijo. Esto es suficiente, pues si tenemos al Hijo, tenemos al Padre, y si tenemos al Padre y al Hijo, también tenemos al Espíritu Santo. Estos no son simples nombres conectados con la revelación hecha en el tiempo, sino glorias subsistentes y relacionadas en la Deidad fuera de todo tiempo. El propósito divino era retener esta revelación hasta que primera venida de Cristo, quien reveló plenamente a Dios. Cuando la Deidad fue completamente revelada y llegamos a conocer a Dios, hallamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (véase Mt. 28:19). Antes de todas las edades, Dios se complació en formar todo el universo por medio del Hijo eterno. Si la ciencia geológica y astronómica requiere edades incalculables para la formación del universo actual, esto no entra en conflicto con la gloria del Hijo; esto solo desplaza el punto más atrás en el misterioso pasado donde descubrimos sus glorias como el Creador de todo el universo. En cuanto a la historia del hombre responsable sobre la faz de la tierra, eso es algo claramente posterior.


De Cristo se afirma: "Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho" (Jn. 1:3). Toda la belleza y gloria, tanto en lo grande como en lo pequeño del vasto universo de Dios, deriva su forma, esplendor y funciones de Él. Cristo es más grande, glorioso y hermoso que todo lo que él ha creado. En cada obra de la creación hay parte de su Nombre impreso divinamente en ella. Más allá de todo lo que llamamos naturaleza o creación, y anterior a las primeras formas de materia, existe esta gloria que da cuenta de "todas las cosas" que ahora percibimos: los mundos apilados sobre mundos, las eras acumuladas sobre eras. Esta es la gloria del Hijo eterno, que llena la visión de nuestra fe cuando miramos hacia atrás en la eternidad.


Sustentador de todas las cosas

Pasando por un momento las dos glorias intermedias, llegamos a la mitad del tercer versículo y descubrimos que él es quien sostiene todas las cosas con la palabra de su poder. Esto abarca el tiempo que llamamos presente, extendiéndose desde la eternidad pasada hasta la eternidad futura. Es la tercera fase de su gloria en relación con el escenario creado en el que estamos. Él creó todas las cosas del universo; ahora sostiene todo lo existente; y será el heredero de todas las cosas.


Esto nos revela el vasto alcance de su poder creador y sabiduría. Suponiendo que la ley de la gravedad es válida no solo en el universo observable, sino en toda la infinitud del espacio. Aceptemos que la luna orbita la tierra, la tierra gira alrededor del sol, y el sol, como centro del sistema solar, probablemente gire alrededor de algún otro centro… ¿y qué sostiene a este centro? Si nuestra imaginación va más allá y concibe un centro aún más distante y poderoso alrededor del cual giran diez mil galaxias, esto solo magnifica la vastedad y el asombro del sistema que requiere un punto fijo capaz de sostenerlo todo. Ante esto, la mente humana se tambalea y desconcierta. Sin embargo, la fe, guiada por la inspiración, señala serenamente a Cristo, el Hijo, y pronuncia la única solución posible: "Él sostiene todas las cosas por la palabra de su poder".


Lo que es cierto en las cosas infinitamente grandes también lo es en las pequeñas. El equilibrio mantenido entre tierra y agua, la exquisita composición del aire que envuelve nuestra tierra, la rotación del globo que produce la alternancia del día y la noche, la órbita que sigue para darnos las estaciones cambiantes de verano a invierno, húmedo y seco; la evaporación de la superficie acuática del globo equilibrada tan hermosamente con el flujo de los ríos hacia el mar; la preservación de las fuerzas en la corteza terrestre y la atmósfera que están tan precisamente ubicadas como para servir a las necesidades del hombre mientras dejan espacio para el juego de su ingenio; todo habla de la sabiduría y el poder supremos de Aquel que dirige y sostiene toda esta estructura.


Todas las cosas sirven a su poder. El viento tempestuoso cumple su palabra. Los relámpagos lo obedecen y dicen: «Aquí estamos». La maravillosa verdad de que Dios "sostiene todas las cosas por la palabra de su poder", junto con la percepción de su gracia, fue lo que quebrantó a Job (véase Job 38 a 41). El Jehová del Antiguo Testamento es el Jesús (Jehová salva) del Nuevo, como Isaías 50 muestra claramente. El mismo latir de nuestros corazones y la expansión y contracción de nuestros pulmones son misterios que solo pueden explicarse por este hecho asombroso: "Él sostiene todas las cosas por la palabra de su poder".


El resplandor de la gloria de Dios

Entramos ahora en algo distinto, algo que va más allá de su majestad como Creador y totalmente diferente a las relaciones que él mantiene con las cosas creadas. Él es el resplandor de la gloria. En él resplandece todo aquello que puede llamarse gloria en Dios. Nuestro Señor lleva ahora forma humana, y su humanidad ha servido para manifestar, de la manera más iluminadora posible y en medio de las circunstancias humanas, todos los atributos de Dios que, contemplados en conjunto, componen esa gloria.


La luz es el resplandor de lo que hay en el sol. Sin embargo, por preciosa que sea la luz, y por agradable que sea contemplar el sol, resulta muy difícil describirla. Entonces, ¿qué es la gloria? Sobre todo, ¿cuáles son los elementos de la gloria de Dios, las partes que la constituyen, por así decirlo?

Tomemos un prisma y permitamos que la luz lo atraviese. Instantáneamente, la luz, tan dulcemente difundida, se descompone en sus partes componentes, y descubrimos la belleza de los diversos rayos que, al mezclarse, forman la luz. Así, con corazones reverentes, podemos estudiar a Cristo, en quien se disciernen individualmente los variados rayos de la gloria de Dios.


Su carácter y sus caminos nos presentan la delineación exacta de la santidad, la justicia y la verdad de Dios. Nos expresan, de manera inteligible, su gracia, bondad y paciente misericordia. Manifiestan aquellas perfecciones divinas de obediencia, dependencia, humildad, mansedumbre y humildad, que solo podían discernirse en circunstancias de humillación.


En la cruz del Calvario, vemos cómo convergen todos los rayos del resplandor divino: el Hijo del Hombre es glorificado, y Dios es glorificado en él. Nunca se vio todo lo que Dios es como en ese maravilloso momento. Todas las manifestaciones de su santa naturaleza contra el pecado estaban presentes en su grado más infinito; y, sin embargo, se combinaron con ellas todas las consideraciones de piedad y compasión hacia el pecador.


¡Y esto no es todo! Resucitado de entre los muertos, triunfante sobre la muerte, el pecado y el poder de Satanás, Jesús se ha convertido en la expresión completa, el resplandor, de todo lo que Dios es allí donde él está, a la diestra de Dios en los cielos. Lo que para nosotros sería de otro modo incomprensible e inexplicable queda resuelto, y en el rostro de Jesús –desvelado y glorioso– contemplamos la gloria de Dios (véase 2 Co. 3).


Ese rostro nos habla en un lenguaje que nuestros corazones redimidos pueden entender. Hace que nuestra propia voluntad parezca detestable, que el mundo se revele como un pobre sistema egoísta sin Dios. Atrae nuestros afectos, expande nuestras mentes y estimula nuestras fuerzas para Dios, hacia las almas y hacia el cielo. ¡Nada más puede lograr tal efecto! Hace de la presencia de Dios nuestro hogar y de la gloria de Dios nuestra meta, en cuya esperanza nos gloriamos.


La imagen de su Persona

Más precisamente, "la expresión exacta de su naturaleza". ¿Quiénes somos nosotros para meditar acerca de la Deidad, el Ser Supremo? ¿Qué base tenemos para sacar conclusiones acerca del Dios infinito y eterno?


La mente humana anhela tener una representación tangible del ser al que adora. Desde el salvaje que usa amuletos para simbolizar fuerzas sobrenaturales, hasta el idólatra que atribuye poderes divinos a imágenes talladas, o el devoto que se postra ante crucifijos e imágenes de santos, todos manifiestan este instinto. Cristo es la imagen de Dios. Por ello, una imagen de Cristo resulta absurda y contradice su esencia; si él es la imagen de Dios, ¿para qué necesitaríamos una imagen de él?


Dios, en su naturaleza, es invisible. Llena el cielo y la tierra, y ninguna criatura finita podría comprender a un Ser tan glorioso cuyo tiempo es la eternidad, cuya dimensión es el espacio y cuyo ser es Espíritu. Era necesario que él fuera representado adecuadamente a nuestro entendimiento finito. Pero ¿qué ser creado podría encarnar al Increado? Lo asombroso es que todo lo que Dios es en su propio ser se manifiesta perfectamente en Cristo. No hubo deficiencia alguna en él; trajo consigo la plenitud de la Deidad, revelándola sin falla desde el pesebre de Belén, pasando por las aguas del Jordán y la sinagoga de Nazaret, hasta la tumba de Lázaro, el huerto de Getsemaní, la cruz del Gólgota, el sepulcro vacío y el trono de gloria.


Nadie más es capaz de abarcar en su propia persona toda la majestad y la naturaleza de Dios. Jesús es el Hijo; por lo tanto, no hay disparidad entre él y Dios; en él se expresó perfectamente cada aspecto de la naturaleza divina. Renovados por la gracia, nos acercamos a nuestro Salvador con reverencia y contemplamos su rostro; y en él hallamos la revelación absoluta, completa y definitiva de Dios.

Nunca antes, en ninguna religión o filosofía, se había proclamado que "DIOS ES AMOR". Esta verdad se revela ahora en Jesús. La naturaleza de Dios se manifiesta ante la humanidad y los seres celestiales, encarnada en el Hombre que es, a la vez, el Hijo eterno.


El Purificador del Pecado

Ahora, medita en lo que significaría si un Ser así abordara la cuestión del pecado. No me refiero al asunto del pecado por nosotros, aunque inevitablemente nos vemos implicados debido a nuestros pecados. Imagina que tal Ser descendiera, sin ayuda ni ser solicitado, por sus propias razones, para aplicar todos sus infinitos recursos de sabiduría, poder y amor a la cuestión del pecado. ¿Cuál sería el resultado, primero para él mismo y luego para quienes creen en él?


Siendo la expresión exacta de Dios, el Hijo conocía toda la santidad inmaculada y la pureza inviolable de Dios, todas las exigencias de su trono, toda su ira contra el pecado y su juicio sobre él. Siendo verdaderamente Dios en su propia naturaleza y esencia, aunque se hizo Hombre para cumplir toda la voluntad de Dios, él comprendía el pecado en todas sus formas y ramificaciones, tanto en la historia de este mundo como en la naturaleza del hombre caído. Él era el único en todo el vasto universo capaz de entender plenamente las actividades y glorias de la naturaleza divina, y a la vez la gravedad del pecado.


Movido por un amor indescriptible y celoso de la majestad del Ser supremo, el Hijo, habiéndose hecho hombre, sin pecado y completamente puro, llevó a cabo la purificación de los pecados en el Gólgota. Murió para quitarlos de en medio, para derrocarlos, para vindicar a Dios contra ellos, y para revelar a Dios en sus más grandes glorias al momento de realizar esta obra de purificación.


No puedo negar que al creer en Jesús me beneficio de esta obra. Mi pecado ha sido desenterrado, pesado en balanzas divinas, repudiado, quebrantado, juzgado, aborrecido y condenado en su muerte. La ira de Dios lo ha descubierto, ha caído sobre él, lo ha consumido, ha puesto fin a mis pecados (y a mí también, en un sentido judicial), pero en la muerte de Aquel que murió por mí.


Sin embargo, no se trata solamente de mí. Él hizo esto por sí mismo, desde sí mismo, por sí mismo. Lo asumió como un asunto en el que estaba involucrada su propia gloria, y por su propio bien realizó la purificación de los pecados. Toda la perfección de su persona fue vertida en la obra que llevó a cabo, y los pecados han sido perfectamente expiados y purgados, como solo una Persona Divina podría haberlo hecho.


Me beneficio infinitamente de esta obra, pues estoy en presencia de una gloria que ha quitado todos mis pecados. Esta gloria se ha manifestado de manera infinita, pero de tal manera que es más que amigable conmigo. Mi Dios es mi mejor Amigo, y lo conozco porque se revela plenamente en Aquel que ha quitado mis pecados.


Sentado a la diestra de Dios

Esta es la séptima gloria de esta gloriosa Persona. ¿No habría sido doloroso para nosotros si el Señor hubiera sido privado de su derecho a sentarse allí? Si su contacto con nuestro pecado, su sometimiento al juicio de Dios y la muerte por nosotros hubieran resultado en alguna pérdida de dignidad o disminución de gloria, ¡cómo nuestros corazones (siempre agradecidos a él) nos habrían reprochado por la eternidad y se habrían llenado de angustia! Pero no es así. Tan completamente ha sido juzgado el pecado, tan enteramente ha sido Dios glorificado, que el Hijo –ahora llevando forma de hombre para ser la imagen de Dios eternamente– ha vuelto a la altura de donde vino, tomando un lugar superior a los ángeles, pues tiene por herencia un nombre más excelente que ellos. Su derecho divino y su gloria han permanecido intactos a través de toda la historia de la encarnación y el juicio por el pecado. En este pasaje –cuando se interpreta correctamente– su posición a la diestra de Dios no se presenta como algo que Dios hizo, sino que, en virtud de la gloria inmaculada de su propia Persona, él tomó el lugar que siempre le perteneció en toda la gloria inefable de la Majestad en las alturas. Ahora está sentado allí como Hombre, siempre siendo el Hijo, pero el Hijo en forma humana. Hay un Hombre en el trono de Dios; y ese Hombre es el Hijo, quien quitó mis pecados.


Que Dios colme nuestros corazones de adoración al meditar en la Persona de Cristo. Que también nos enseñe que, aun si por su causa y en su servicio hemos sido empobrecidos, despreciados, aislados, marginados o despojados de todos los accesorios del templo consagrado, en realidad somos inmensamente ricos al tenerlo a él.


Traducido desde www.stempublishing.com

107 visualizaciones

Comments


ARTICULOS RECIENTES

bottom of page