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La Cena del Señor es la expresión de la unidad de todos los creyentes

Traducción bíblica utilizada: NBLA


Deseo presentar un principio sencillo sobre la Cena del Señor que merece especial atención: la celebración de la Cena del Señor debe ser una clara expresión de la unidad de todos los creyentes, no simplemente de algunos reunidos bajo principios particulares que los distinguen. Si se impusiera alguna condición para la comunión en la Mesa del Señor más allá de la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo y una conducta acorde con esa fe, esta dejaría de ser la Mesa del Señor para convertirse en la mesa de una secta, perdiendo así su derecho sobre el corazón de los creyentes.


Asimismo, si al sentarme a una mesa debo identificarme con algo —sea en principio o en práctica— que la Escritura no establece como requisito para la comunión, esta deja de ser la Mesa del Señor y se convierte en una mesa sectaria. No se trata de la presencia o ausencia de cristianos, pues difícilmente encontraríamos una mesa entre las denominaciones protestantes donde no participen verdaderos cristianos. El apóstol no dijo: «Es necesario que entre ustedes haya bandos, a fin de que se manifiesten entre ustedes los son cristianos», sino "los que son aprobados" (1 Co. 11:19). Tampoco dijo «examínese cada uno a sí mismo para ver si es cristiano, y entones coma...», sino "examínese [o apruébese] cada uno a sí mismo" (1 Co. 11:28), es decir, que se manifieste como alguien que no solo tiene una conciencia recta en su participación individual, sino que también confiesa la unidad del cuerpo de Cristo.


Cuando los hombres imponen sus propias condiciones para la comunión, surge el principio de la herejía o sectarismo, y con ello el cisma. En cambio, cuando una mesa se establece según los principios bíblicos, de manera que cualquier cristiano sujeto a Dios pueda participar, el cisma consiste en abstenerse de ella. Mediante nuestra participación y conducta conforme a nuestra posición y profesión, en la medida de lo posible, confesamos la unidad de la Iglesia de Dios: el propósito fundamental por el cual el Espíritu Santo fue enviado del cielo a la tierra.

Después de que el Señor Jesús resucitó y tomó su lugar a la diestra de Dios, envió al Espíritu Santo para reunir a los suyos en un Cuerpo.


Enfaticemos que el Espíritu debía formar un Cuerpo, no muchos cuerpos. Dios no aprueba la multiplicidad de cuerpos, aunque tiene verdaderos creyentes en diferentes sectas que, a pesar de pertenecer a grupos humanos, son miembros del "un Cuerpo". El Espíritu Santo no forma múltiples cuerpos, sino un solo Cuerpo, el cuerpo de Cristo, "porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un Cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu" (1 Co. 12:13).


Es importante evitar malentendidos en este punto. El Espíritu Santo no puede reconocer ni habitar en los diferentes partidos de la iglesia profesante, pues él mismo declaró por el apóstol: "No alabo" (1 Co. 11:17). El Espíritu se entristece por estos numerosos partidos y busca impedirlos, ya que él bautiza a todos los creyentes en la unidad de un solo Cuerpo. Ninguna persona consciente puede sostener que el Espíritu Santo reconozca estos partidos, que le causan tristeza y deshonra.


Debemos, sin embargo, distinguir entre la morada del Espíritu Santo en la Iglesia y su morada en cada creyente. Él habita en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (véase 1 Co. 3:16-17; Ef. 2:22), y también en el cuerpo del creyente, como señala 1 Corintios 6:19: "... su cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en ustedes, el cual tienen de Dios". Por tanto, así como el creyente es la única persona en quien el Espíritu Santo puede habitar, la Iglesia o Asamblea de Dios en su conjunto es el único Cuerpo o comunidad en el cual él se complace en morar. Como hemos señalado, la Mesa del Señor en cada localidad debe representar la unidad de toda la Iglesia; de lo contrario, pierde su verdadera naturaleza.


Todos los creyentes son «un solo pan y un solo Cuerpo»


Esto nos conduce a otro principio relacionado con la naturaleza de la Cena del Señor: es un acto mediante el cual no solo anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga, sino también expresamos una verdad fundamental, cuya importancia para los cristianos de hoy debemos enfatizar con toda firmeza: que todos los creyentes son un solo pan y un solo cuerpo (véase 1 Co. 10:17). Es un error común ver esta ordenanza meramente como un conducto de gracia hacia el alma individual, ignorando su dimensión colectiva como acto relacionado con todo el Cuerpo y con la gloria de Aquel que es la Cabeza de la Iglesia. Si bien es cierto que la gracia fluye hacia cada participante —pues toda obediencia trae bendición—, esto representa solo una pequeña parte de su significado, como puede verse claramente en 1 Corintios 11. Lo central en la Cena del Señor es la muerte del Señor y su venida. Cuando alguno de estos elementos está ausente, algo está mal. Si algo impide la plena expresión de la muerte del Señor, la manifestación de la unidad del Cuerpo o la clara percepción de su venida, entonces hay un problema fundamental en el principio sobre el cual se establece la mesa. Para detectar esto, solo necesitamos un ojo sencillo (véase Lc. 11:34, VM.) y una mente enteramente sumisa a la Palabra de Dios y al Espíritu de Cristo.


Examine con oración, querido lector cristiano, la mesa donde habitualmente participa. Verifique si puede sostener la triple prueba de 1 Corintios 11 y, si no la resiste, abandónela en el nombre del Señor y por el bien de la Iglesia. En la iglesia profesante hay herejías y cismas que derivan de ellas, pero "examínese [o apruébese] cada uno a sí mismo" y coma así la Cena del Señor.


Si alguien pregunta qué significa ser "aprobado", significa primero ser personalmente fiel al Señor en el partimiento del pan, y segundo, abandonar todo sectarismo para asumir una posición firme sobre el principio que incluye a todos los miembros del rebaño de Cristo. Debemos cuidar tanto nuestra pureza de vida y limpieza de corazón ante el Señor, como asegurarnos de que la Mesa no tenga nada que obstaculice la unidad de la Iglesia. No es meramente una cuestión personal.


Nada evidencia más claramente la decadencia del cristianismo actual y cuánto se contrista al Espíritu Santo que el egoísmo que contamina el pensamiento de los cristianos profesantes. Todo gira alrededor del yo: «mi perdón», «mi seguridad», «mi paz», «mis experiencias», en lugar de la gloria de Cristo y el bienestar de su Iglesia. Que las palabras del profeta nos interpelen: "Así dice el Señor de los ejércitos: ¡Consideren bien sus caminos! Suban al monte, traigan madera y reedifiquen el templo, para que me agrade de él y yo sea glorificado, dice el Señor. Esperan mucho, pero hay poco; y lo que traen a casa, yo lo aviento. ¿Por qué?», declara el Señor de los ejércitos. Por causa de mi casa que está desolada, mientras cada uno de ustedes corre a su casa" (Hag. 1:7-9) He aquí el meollo: el yo se contrapone a la casa de Dios. Si hacemos del yo nuestro objetivo, no sorprende la falta de gozo, energía y poder espiritual. Para que estas cosas sean reales en nosotros, debemos estar en comunión con los pensamientos del Espíritu. Él piensa en el cuerpo de Cristo; si pensamos en nosotros mismos, necesariamente estaremos en desacuerdo con él, con consecuencias evidentes.


Extracto del libro La Iglesia, el cuerpo de Cristo. Colección de Meditaciones, Tomo N° 6

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