





Traducción bíblica utilizada: NBLA
Las partes del Nuevo Testamento que describen los últimos días dejan claro que las esferas de la comunión y el servicio no son las mismas. La Segunda Epístola a Timoteo lo deja de manifiesto de manera particular; y al estar dirigida a siervos del Señor que desean ser fieles, esta tiene un valor excepcional para guiarnos en estos asuntos tan importantes.
La primera consideración respecto al hombre fiel es cómo se posiciona con respecto al testimonio del Señor. «No avergonzarse del testimonio del Señor» y presentarse «aprobado a Dios» son cosas que deben tener prioridad sobre cualquier otra cosa (véase 2 Ti. 2).
Luego viene la comunión con los demás, con aquellos que “invocan al Señor con un corazón puro” (v. 22). Para participar de esta comunión, uno debe haberse purificado de quienes no son fieles a la verdad en cuanto a la persona y la obra de Cristo, o que de algún modo niegan los fundamentos de nuestra santísima fe. 2 Timoteo 2 nos anima a creer que quienes hacen esto no estarán solos: encontrarán a otros que también se han apartado de asociaciones impías y caminarán con ellos. El vínculo que los une es positivo: el mismo Señor, a quien invocan con corazón puro. Pero esto no es posible sin separarse del mal.
Es significativo que, justo antes de hablar por primera vez sobre la verdad de su iglesia (véase Mt. 16:12,18), el Señor advierta contra la levadura de los fariseos y saduceos. Estas levaduras —el orgullo eclesiástico y doctrinal, y la iniquidad— contaminan, en mayor o menor medida, a todos los que se asocian con ellas. “Las malas compañías corrompen las buenas costumbres” (1 Co. 15:33), y no se puede sostener la verdad acerca de la Persona de Cristo y de Su iglesia con una mano, mientras con la otra se tolera lo que la destruye. Lo puro no purifica lo corrupto; antes bien, lo puro se contamina fácilmente en contacto con lo impuro. Por eso leemos: “Que se aparte de la iniquidad todo aquel que menciona el nombre del Señor” (v. 19). Que se purifique de los vasos que deshonran, separándose de ellos. Pero el vínculo de esta comunión debe ser positivo —y no la simple separación del mal, la cual no garantiza que nuestros pies estén en el camino de la verdad. Nuestra separación debe ser para el Señor, o tendrá poco valor ante sus ojos; de lo contrario, la separación solo alimentará el orgullo, y tanto la comunión como el servicio quedarán arruinados.
Junto con esta separación para el Señor, debe haber diligencia y energía para seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz” (v. 22). Estos eran los rasgos más brillantes de la Iglesia en la frescura de su primer amor por Cristo. Entonces, eran el hábito y la práctica general de los creyentes, la atmósfera misma en la que vivían, se regocijaban y prosperaban los discípulos. ¡Cuánto duele que principios y objetivos mundanos hayan desplazado en gran medida estas cualidades divinas en la casa de Dios! Pero ejercitémonos en alcanzarlas y aferrémonos a ellas, con el ejercicio constante del corazón y de la conciencia. Gracias a Dios, no están fuera del alcance de nadie; pero solo separándose del mal y siendo fieles al Señor se las puede retener verdaderamente.
Los primeros días de la Iglesia fueron como el momento en que todo Israel se reunió en Hebrón para nombrar a David como rey. Los tiempos actuales, en cambio, se asemejan a los días en que David huía de Absalón. Entonces se manifestaron los quereteos, los peleteos y los geteos en su fidelidad hacia él. Su amor por David era su vínculo; estaban dispuestos a compartir su rechazo y a permanecer leales a él a pesar de todo. No formaron una nueva comunidad, sino que se mantuvieron fieles a lo que era desde el principio, fieles al pacto hecho más de treinta años antes en Hebrón.
Así también, los que invocan al Señor con un corazón puro no están formando algo nuevo al caminar juntos. Simplemente regresan a lo que era desde el principio, y descubren, aun en los días más oscuros, lo que él era para su Iglesia en los días más luminosos. El Señor es el vínculo. Esta es la comunión, y exige intransigencia con todo lo que constituya traición hacia él.
Pero la esfera del servicio es mucho más amplia que este ámbito de la comunión. Nos lleva directamente al capítulo 4 de esta misma epístola. ¡Qué solemne es la exhortación con la que comienza!: “En la presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos, por su manifestación y por su reino te encargo solemnemente: Predica la palabra. Insiste a tiempo y fuera de tiempo. Amonesta, reprende, exhorta con mucha paciencia e instrucción” (vv. 1-2).
El hombre fiel no debe servir al Señor delante de sus hermanos, como si fueran ellos quienes determinaran cuándo y dónde debe servir. Esto lo haría siervo de los hombres y lo pondría bajo un yugo de esclavitud. Pero tampoco debe actuar conforme a su propia voluntad, como si fuera su propio juez; eso sería independencia. Su servicio debe ejercerse ante Dios y el Señor Jesucristo, quien examinará todo lo hecho en su nombre, conforme a su propio y perfecto estándar, cuando llegue el momento.
¡Qué alto nivel impone este encargo a todo verdadero servicio! ¡Bajo qué luz escrutadora lo coloca! ¿Quién, al considerar la seriedad de estas palabras, podría servir con ligereza? ¿O comprometer la verdad que ha sido llamado a proclamar? ¿O complacer las ideas de los hombres para ganar popularidad? ¿O esconder la verdad por temor? ¿O limitar su ámbito de acción para no contradecir los prejuicios de sus hermanos? El servicio del Señor es sagrado; está bajo su autoridad, y quien lo asume debe rendir cuentas ante él. Pensar en ello hace que el siervo se arrodille y se incline ante Dios, que todo lo sabe, y ante el Señor, que todo lo juzgará. Entonces, los hombres y el tiempo se hunden en su propia insignificancia, o se convierten tan solo en objetos y oportunidades para cumplir esta gran empresa, que trasciende todo orden o autoridad humana.
Nuestra comunión debe estar marcada por la pureza; nuestro servicio, en cambio, debe ejercerse donde sea necesario. “Haz el trabajo de un evangelista” (v. 5) es la exhortación dirigida a quienes sirven. No importa que muchos, aun entre los que profesan el cristianismo, abandonen o se opongan a la verdad; no importa cuán impías o indiferentes se tornen las multitudes hacia las demandas de Dios: el siervo fiel continuará anunciando que Dios es un Dios salvador, que la preciosa sangre de Jesús es la prueba suprema de su amor, y que su expiación es la base sobre la cual Dios puede justificar y bendecir incluso al más vil de los pecadores.
Los cristianos que menosprecian el evangelio, que dicen que no es parte de su misión o testimonio, o que se refugian en círculos selectos para estudiar la Palabra con el único fin de justificar su posición, solo demuestran cuán infieles se han vuelto a la gran confianza que se les ha dado, o cuán profundamente ha cedido su fe ante la presión general. El siervo del Señor debe buscar a los perdidos. Si el amor de Dios llena su corazón, lo hará. Sufrirá decepciones, será rechazado, enfrentará oposición y persecución; oraciones, lágrimas y ejercicio del corazón serán parte de su camino. Pero, habiendo recibido esta comisión del Señor, será sostenido por su gracia y no desmayará. Porque el pecado, el dolor, la muerte y el fuego del infierno siguen siendo los mismos que cuando nuestro Señor los reveló.
El mundo no puede satisfacer las almas de los hombres. Sus corazones siguen vacíos, a menudo quebrantados. Y Cristo murió por ellos. Dios los anhela; se les ofrece vida; el cielo está abierto para ellos. Y hay gozo delante de los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente (véase Lc. 15:10). La propia naturaleza de Dios se glorifica en la salvación de cada uno de ellos.
A algunos se les ha encomendado de manera particular la labor de evangelizar; que ejerzan, pues, su don cada vez que se presente la ocasión, sea oportuno o no. Sin embargo, tanto ellos como todos los que sirven al Señor como siervos fieles, deben también hablar a quienes profesan el nombre del Señor. Deben “predicar la Palabra”, amonestar, reprender y exhortar con toda paciencia y enseñanza. ¿No implica esto que deben llevar la Palabra a los mismos círculos donde se le opone?
Como no están llamados a “amonestar” y “reprender” y "exhortar" a los que invocan al Señor con un corazón puro, su mensaje debe ser llevado a aquellos que apartan sus oídos de la verdad (véase v. 4). Si quieren cumplir con fidelidad la misión que Dios les ha encomendado, deben ir a ellos. ¿No es evidente que el siervo, sujeto a la dirección del Señor, debe aprovechar toda oportunidad y atravesar toda puerta abierta para dar pleno cumplimiento a su ministerio?
Pero ¡cuánta sabiduría y valor se requiere para ello! ¡Qué fácil es que los necios se precipiten donde los ángeles temen pisar, y que, habiéndose precipitado, anuncien su propia necedad en lugar de la verdad de Dios! Si el siervo no es sostenido por el Señor, su valor puede quebrarse, o puede suavizar la verdad para agradar al entorno, o incluso verse arrastrado a tener comunión con aquello que es abominable a Dios.
Pero si —como enseña Judas—, mientras nos edificamos sobre nuestra santísima fe con aquellos que son de una misma mente, también debemos arrebatar con misericordia a otros que están en peligro, entonces es necesario ir hacia ellos. Así como los ángeles fueron enviados a Sodoma para sacar a Lot, debemos ir a rescatar a algunos de doctrinas que destruyen el alma y de los deseos mundanos en los que se revuelca la cristiandad junto con el mundo, tan repugnantes a Dios como lo fue la inmundicia de Sodoma a aquellos ángeles.
El profeta desobediente de 1 Reyes 13 es un ejemplo y una seria advertencia al mismo tiempo. Fue enviado a proclamar la Palabra del SEÑOR contra el altar de Betel. Al principio fue fiel, pero luego fue atraído a la comunión con uno que afirmaba ser profeta como él. Su servicio terminó abruptamente bajo el juicio de Dios.
No estoy defendiendo la 'libertad' del siervo del Señor —ese es un terreno demasiado bajo para el “hombre de Dios”—. Tiene demasiado del espíritu socialista de nuestros días, y fácilmente degenera en que cada uno haga lo que bien le parezca. Más bien, defiendo los derechos del Señor sobre sus siervos. La única libertad que posee el siervo de Cristo es la de estar libre de todo otro yugo para ser esclavo solo de su Maestro, lo cual es, después de todo, una libertad gloriosa. El siervo no puede servir a dos señores. Debe estar libre de todo enredo para poder servir plenamente a Aquel que lo ha llamado como soldado. Debe estar siempre disponible para su Señor.
El Señor está fuera de Laodicea, y en lealtad a él, el siervo fiel también debe estar fuera. No puede tener comunión con aquello que ha excluido al Señor, sino estar dispuesto a llamar a la puerta cerrada, si así el Señor lo envía, o a llevar un mensaje fiel y lleno de amor a todo aquel que aún tenga oídos para oír dentro.
Algunos que pertenecen a la casa del Señor están esparcidos en lugares extraños de la cristiandad, y el siervo fiel y prudente estará atento para llevarles alimento espiritual a su debido tiempo, por amor a su Señor. Como siervo, tiene una sola obligación: con su Amo. Si la cumple, no dañará la comunión.
Es cuestionable que las grandes organizaciones de la cristiandad toleren toda la verdad. Donde no se admite la verdad, no hay compromiso posible: hay una puerta cerrada. Pero donde la verdad aún no es conocida y no se le opone, el que es fiel y sabio puede hallar una puerta abierta.
También hay círculos donde cierta luz ha sido recibida, donde el Espíritu Santo ha obrado. El hombre de Dios no debe ignorarlo ni menospreciarlo, sino reconocerlo y alentarlo según sus posibilidades. La obra de Dios es una sola, y se acerca a su consumación. Bienaventurados aquellos siervos que, cuando el Señor venga, sean hallados fieles, activos en muchas aguas, buscando a los perdidos en los caminos y vallados, y manteniendo sus vestiduras sin mancha de la carne.
Help and Food [Ayuda y alimento], Vol. 41, pág. 11–17, 1923
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